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Según la Real Academia Española, el término “empatía” (del griego “empátheia”: “em”, “en”, “dentro”; “pathos”, “afección”, “sentimiento”, incluso “dolor”) puede significar la capacidad de identificarse con alguien y compartir sus sentimientos, o bien, en términos generales, es un sentimiento de identificación con algo o alguien. A diferencia de la “simpatía”, que expresa mayormente una participación estrictamente subjetiva dirigida al afecto o afinidad espontánea que puede experimentarse inmediatamente por tal o cual cosa o persona, en la empatía juega un rol decisivo la razón que busca una objetividad mediante la comprensión crítica de una situación concreta. En otras palabras, ser empático no es espontáneo, sino que se consigue mediante el pensar reflexivo y el hábito del uso de la razón.

En este sentido, es pertinente recordar la máxima que versa “homo sum, humani nihil a me alienum puto” (“soy hombre, nada de lo humano me resulta ajeno”) enunciada por Publio Terencio Africano (194 A.C – 159 AC) en su comedia denominada “Heauton timorumenos” (“El que se atormenta a sí mismo”, “El enemigo de sí mismo” o “El verdugo de sí mismo”). Otra posibilidad de lectura e interpretación del precitado proverbio podría ser “soy hombre, a ningún otro hombre estimo extraño”, ya que, como dijimos previamente, la empatía nos permite identificarnos con otro que si bien es distinto, yo puedo sentir su pathos como propio y no como ajeno y ello podemos ejemplificarlo cuando experimentamos que el dolor de otro nos duele en su análoga intensidad.

Como podemos apreciar, no es fácil lograr “ponerse en los zapatos del otro”, puesto que implica un grado de comprensión considerable que nos permita tener un esbozo claro del sentir de otro que es como yo, en algunos aspectos, pero es estrictamente “otro” en su particularidad, la cual es digna de ser entendida para contar con una noción cabal de su sentir en un momento determinado.

Ahora bien, en plena era de las redes sociales y telecomunicaciones masivas resulta que las vidrieras digitales que muestran nuestras vidas mediante fotos, videos y una cantidad limitada de caracteres nos revelan una aporía contradictoria interesante: todos pueden ver tu dolor y reaccionar virtualmente a tu situación (pueden aparentar un sentimiento mediante un emoticón, una reacción tridimensional concreta o un comentario pretendidamente sentido) y, simultáneamente, no sentir absolutamente nada por nadie sin que se note explícitamente.

Pero vamos más allá de la reacción simplista y ficticia en una red social ante la publicación de un suceso personal e íntimo de una persona. Supongamos por un instante que un usuario de cualquier plataforma social solicita abiertamente ayuda porque se encuentra en una situación extremadamente acuciante. Los invito a realizar el experimento social: notarán que de sus 250 contactos de “amigos” de dicha red, con suerte 10 reaccionarán, 30 compartirán la publicación (para cumplir con la pantomima de la empatía de la divulgación), posiblemente 5 comentarán, de los cuales, por milagro divino, tal vez, 1 ayudará. Evidentemente no se trata de una regla general y los números pueden variar, pero si hacéis la prueba, se darán cuenta del punto en el que nos enfocamos.

Es preciso agregar a lo previamente enunciado que es masivamente conocido el dato de que las reacciones virtuales provocan reacciones neuronales similares a las que acontecen cuando recibimos una recompensa en la vida real. Sentir placer al recibir un like y frustración al no recibir ninguno, son los resultados psicológicos científicamente probados al analizar el comportamiento de los usuarios de los anaqueles virtuales. Leído de esta manera, podría interpretarse como una trivialidad típica de nuestro tiempo, pero bien sabemos que no es tan banal, puesto que la cantidad de tiempo que pasamos participando de la exposición mediática es considerable y la importancia que se le da al sistema de rechazos o recompensas de la misma es cada vez mayor.

Podríamos divisar con facilidad las consecuencias afectivas que nos está legando la era del panóptico virtual al notar que las personas, en particular la juventud, cursa en este momento por una existencia emocionalmente insensible que impide radicalmente tener real empatía por alguien que está atravesando por una situación concreta (ya sea de dolor o placer), fruto de la conformación de una ciudadanía cada vez más individualista que mientras pide a gritos ser vista y reaccionada, no tiene la menor intención de hacer absolutamente nada por nadie.

Ante todo lo dicho aquí, es crucial que podamos preguntarnos ¿son las redes sociales el medio para expresar verdadera y sentida empatía? Y, correlativamente, ¿es el medio adecuado para revelar ante centenares de personas un acontecimiento íntimo y privado que me produce una emoción profunda, ya sea ésta de dolor o felicidad? ¿Es realmente necesario exponer en tal vidriera digital todo cuanto acontece en nuestra cotidianidad? ¿Es real la empatía que se expresa mediante una reacción virtual? ¿Puede un emoji de 8 bits expresar sensatamente nuestra empatía? ¿Qué se pierde en el medio?

No es simple responder taxativamente a estas preguntas, pero si es suficiente alzar la cabeza encorvada hacia el móvil para detectar padres y madres que no ven transcurrir la infancia de sus hijos, parejas que cenan sin siquiera mirarse a los ojos o al menos intentar entablar un diálogo digno, turistas que sienten la compulsión de ver por primera vez en su vida un sublime monumento histórico o una maravilla de la naturaleza, a través de pantallas de 5 pulgadas, hijos adultos que se pierden la última llama de lucidez de sus padres ancianos, en fin, hombres a los que lo humano sí les resulta ajeno.

Lisandro Prieto Femenía.

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